Cuando hablamos de comunicación, automáticamente pensamos en palabras, frases y textos. Sin embargo, yendo un poco más allá, también es cómo decimos lo que queremos comunicar, dotando de sentido nuestras interacciones. El tono, volumen, prosodia, e incluso los silencios, permiten interpretar las palabras.

Por fortuna, cada vez tenemos mucho más presente que nuestra postura, gestos y nuestro rostro o expresiones faciales también son vitales para dar contexto, complemento e incluso validación a las palabras, y por qué no decirlo, en muchas ocasiones sustituirlas consciente e inconscientemente.

Pero hay algo más, un ingrediente fundamental, nuestro aspecto externo. Le damos mucha importancia en nuestra vida cotidiana, pero no lo asociamos tan fácilmente a la transmisión de información y, sin embargo, es algo que se graba en la retina y en la emoción de todos los que nos conocen, conviven y comparten espacio con nosotros.

Más allá de gustos personales o grupales, modas y tendencias puntuales, nuestra imagen también comunica, y mucho.

En Comunicación No Verbal llamamos a todo este conjunto de elementos, simbología diacrítica1. Lo compone el vestuario, complementos, distintivos que utilizamos ya sean religiosos o paganos, la joyería y bisutería, el cabello, barba, maquillaje, uñas… Y por supuesto los tatuajes, algunas veces ligados a modas, otras a situaciones sociales y culturales y, otras muchas veces, puramente emocionales, haciendo tangibles nuestros sentimientos en la piel. Todos estos componentes dan una información muy valiosa sobre nosotros antes de que emitamos una sola palabra.

Algunas profesiones no se entienden sin un atuendo concreto, o mejor dicho, la indumentaria las identifica: policías, personal sanitario, bomberos, cocineros... No nos cuesta identificar las órdenes eclesiásticas al ver la vestimenta de quien las lleva, algo similar en todas las religiones, o los rangos en el entorno militar. En el campo universitario, las propias ramas y carreras tienen su color identificativo y las ceremonias de apertura de curso o de proclamación de nuevos doctores son un crisol de colores, donde identificamos qué ha estudiado cada persona sin que sea necesario ninguna información adicional al respecto.

Sin llegar a ese extremo, hay profesiones, sectores y puestos donde casi está implícito un estilo de vestir, más o menos formal. Por ejemplo, los sectores más tecnológicos están más unidos a la estética casual, frente a un ejecutivo de alguna importante compañía más tradicional. Según reza la psicología social2, en parte, casi es mandatorio que el puesto de trabajo vaya unido a una estética concreta y donde sin haber ninguna norma escrita, a veces ni siquiera pactos verbales, todo el mundo sobreentiende el dress-code a utilizar para sentirse parte de ese equipo y grupo. Algo parecido sucede en los puestos de trabajo que tienen contacto directo con el público: vendedores, dependientes, etc. Está igualmente implícita la importancia de la imagen personal que, además, debe estar vinculada con el ADN e imagen de la compañía.

Y ni que decir tiene, y casi es una premisa de la esencia, organización y Psicología de los Grupos3, la unión indivisible entre la estética, indumentaria y aspecto con las tribus urbanas.

En todo esto, la Antropología4, la Ciencia que estudia y analiza la manifestación del aspecto físico de las personas y la expresión cultural de los pueblos y grupos, tiene que mucho que decir, y entiende que la simbología diacrítica es una faceta que ayuda a construir nuestra identidad individual y social y un elemento vital de comunicación.

Y aquí surgen varias preguntas, cuya respuesta permite dar sentido a qué papel juega y cómo usamos nuestro aspecto externo e imagen con todos los elementos referidos en nuestra vida cotidiana:

  • ¿Completa y es reflejo del resto de dimensiones que componen nuestra identidad? ¿Es coherente y consistente con nuestra esencia personal: principios, valores?

  • ¿Transmite nuestro estado de ánimo y aspiraciones?

  • ¿Nos representa individualmente y también de forma asociativa como miembro de grupos o colectivos a los que pertenecemos tanto a nivel personal y profesional?

  • Y más allá incluso de eso, ¿nos representa?, ¿nos refuerza?, ¿nos reafirma?, ¿potencia lo que somos y sentimos?

Si nuestra respuesta a todas o alguna de esas incógnitas es “no”, puede que parte de tu comunicación no sea lo real, auténtica o eficaz que debiera.

Recuerda, no podemos no comunicar.


1Grimson, A. (2001). Interculturalidad y comunicación (Vol. 7). Editorial Norma.
2Solé, M. (2001). El protocolo y la empresa. Planeta.
3Martínez, R. C. M. (2013). 17 años de “Tribus urbanas”. RUTA Comunicación, (5), 1-8.
4Madrigal, D. (1999). Lenguaje y símbolo. Cuadernos de Antropología, 10, 89-94.